martes, 30 de agosto de 2016

Siempre en mi corazón


Marina Siordia López

Tenía diez años cuando me dieron la noticia de que mis padres habían fallecido. Mi vida en esos días había sido difícil. Comprendí que no tenía amigos, que mi vida era y siempre sería diferente a la de los demás.

Regresé de la escuela con la cara en alto, feliz, demostrando que mi vida seguiría pasara lo que pasara. Tenía solo a mi tía conmigo, hasta que el juez dio la orden de que me llevaran a un orfanato. Mi tía no tenía dinero para mantenerme. El Juez fue muy claro cuando mencionó que con ella no tendría una buena calidad de vida. 

Llegué al orfanato. Todos los demás niños me observaban con gestos feos, como si no quisieran que estuviera viviendo ahí. El primer día de clases fue muy difícil, nadie me ponía atención. No tenía amigos con los que pudiera platicar y jugar.

La primera persona a la que le hablé fue Karla. Me respondió con una voz gruesa, con cara de desagrado y rápidamente me dijo:

—¿Qué te pasa? ¿Por qué me hablas?

—Pensé que tal vez podríamos ser amigos —respondí con voz amigable y dulce.

Karla se dio media vuelta, se fue caminando con un paso firme y decidida a no volver. Desde ese momento jamás me la volví a encontrar, que yo recuerde.

Volteé a la puerta. Vi a un niño sentado en la esquina solo, con un gesto deprimente. Fui caminando hacia él, y todavía recuerdo lo primero que le dije:

—Hola, ¿cómo te llamas?

—Eduardo, ¿y tú?

—Isaac.

Fue el comienzo de la amistad más perfecta de mi vida. El único defecto que notaba en él era que hablaba diferente, usaba palabras muy poco comunes; pero lo que me importaba era que le entendía, por lo menos.

* * *  

Acababa de cumplir dieciocho años. Eduardo se había convertido en un hermano para mí, superábamos todo juntos. Un domingo en la noche me confesó su mayor secreto; no me lo había contado durante los ocho años que llevábamos siendo amigos, y era la hora de que me lo confesara.

—Isaac, tengo algo que decirte y esto no es cura. 

—¿De qué se trata?

—Tengo un defecto en el corazón —me contestó con una lágrima cayendo de sus ojos.

En ese instante lo abracé muy fuerte. Le dije que eso no cambiaría nada sobre el aprecio que le tenía, que cuando llegara la hora él seguiría viviendo en mi corazón (al decir que tomaría bien la parte de su enfermedad no hablaba en serio; jamás pensé en vivir sin él a mi lado como todos los días durante esos ocho años). 
                                                                                                
Y era hora de que Eduardo y yo, al cumplir los dieciocho, teníamos que abandonar la casa hogar. Nos despedimos de todos, de las madres de la caridad del orfanato.

—Chicos, los criamos hace ocho años, crecieron junto a nosotros, y nunca los olvidaremos --nos dijeron las religiosas con un conmovedor y hermoso tono de voz.

Rentamos un departamento. Pasaron unas semanas y vivíamos felices. Buscábamos un trabajo. Yo estaba estudiando medicina en la universidad y Eduardo contabilidad. Teníamos sueños muy grandes, que, claro, queríamos seguir compartiendo.

Un día me levanté tempra (una palabra que Eduardo me había enseñado). Fui rápidamente a su cama, lo traté de levantar, pero no reaccionaba, no hacía ningún movimiento. Le revisé el pulso y fue cuando me di cuenta de que ya no se encontraba con vida.

Corrí desesperadamente a pedir ayuda. Agarré el teléfono, llamé como loco a emergencias. Llegaron quince minutos después. Mi mente no reaccionaba a lo que estaba pasando. Respondí algunas preguntas del paramédico sobre Eduardo; ahí fue cuando recordé acerca de su enfermedad del corazón.

Después de ir a darles la noticia a sus conocidos, me detuve un momento a ver las estrellas. Pensé sobre todo lo que él había hecho por mí, que me ayudó a superar la pérdida de mis padres, mis derrotas, el haberme quedado solo y sin casa. 

Me dirigí a la iglesia a rezar por él. Primero platiqué con el padre sobre mis pecados, luego me hinqué y oré porque Eduardo llegara al cielo rápido y feliz.

Volteé a un lado. Estaba una joven muy linda. Me acerqué y le dije:

—¿Qué hace una muchacha tan bonita como tú aquí sola?

—Todos los días vengo —contestó.

—¿Quieres que te acompañe? —le pregunté.

—Claro —respondió con una sonrisa.

—Me llamo Luz.

—Yo, Isaac.

Estuvimos tres años juntos. Nos habíamos vuelto novios. Ella iba a estudiar derecho en la misma universidad que yo. Nos veíamos todos los días. Estaba seguro de que era el amor de mi vida; sabía qué era lo que tenía que hacer para estar con ella toda mi vida, y lo hice.

Fuimos a un restaurante italiano, su favorito. Me paré, le expresé todas las cosas que amaba de ella y me hinqué.

—¿Te casas conmigo? —le pregunté con una gran seguridad.

—¡Claro, Isaac --respondió con amor y felicidad.

Comprendí que la gente que más necesitas llega en el peor momento de tu vida para cambiarla por completo. La vida me ha quitado muchas cosas y también me ha dado las mejores.


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