martes, 10 de enero de 2017

Esquizofrenia



El dulce, fresco y algo ardiente sabor de un Merlot con sus efectos acompañantes. Mmmh. Venía a este bar de vez en cuando, casi siempre después de un mal día, porque necesitaba un cambio de ambiente, un lugar donde me fuera más difícil pensar estupideces nacidas de tristezas, frustraciones o cansancio; donde tuviera algo que escuchar, aparte del silencio que reinaba en la casa en la que vivía sola. Hoy era uno de esos días. Me levanté tarde y llegué a la oficina del mismo modo. Curiosamente, mi jefe estaba de un humor particularmente… hay que ser franca, como de perro rabioso, y como tal decidió ladrarme órdenes y reproches todo el día. Tomé otro sorbo de mi vino. ¡Qué hombre tan idiota! Lo que aguanta una por dinero.
Puse la copa de vidrio cortado sobre la barra de madera. Miré el resto del bar sin una razón. Es un lugar agradable, en la zona fina de la ciudad: bellamente decorado al estilo clásico, donde la gente platica plácidamente y la bebida es carísima. Antes de llegar aquí azoté varias puertas, me di un baño caliente con música estridente a todo volumen, y cuando me calmé, me arreglé como si fuera a tomar té con la reina. Había algo en el reflejo del espejo cuando terminaba todo esto, que me recordaba que tenía otra vida aparte del trabajo, que era un ser humano hermoso y no otra esclava empresarial más. Es por eso que estar ahí era como un ritual para despejar los malos sentimientos.
Mientras pensaba todo esto e involuntariamente había posado la vista sobre unas flores talladas sobre los estantes llenos de botellas y botellas de todos los licores imaginables, se me acercó de repente un hombre desarreglado, evidentemente borracho. Sus ojos verdes brillaban con la felicidad momentánea de la semiinconsciencia que una cantidad copiosa de bebida puede dar. Su olor era un insulto, quemaba mi nariz.
“¿Cómo estás, preciosa?”, inquirió. Era repugnante, la cereza del pastel justo cuando empezaba a recuperar el buen humor. Me levanté, pero me agarró la muñeca.
“Tengo una pistola en la bolsa, así que suéltame antes de que hagamos una escenita”, le susurré rápida y amenazadoramente.
“Tranquila”, dijo, todavía con su voz embriagada; “es solo que mi esposa tenía unos ojos cafés como los tuyos, pero más bonitos”. Y soltó una carcajada. No era peligroso, simplemente estaba muy tomado. “Por favor siéntate, y te cuento una historia, ¿sí? ¡Déjame contarte! ¡Necesito que alguien me escuche!”. Hice caso, por pura curiosidad (supongo que el alcohol no solo le había hecho efecto a uno), y me senté; pero tuve las manos sobre mi bolsa cerca, por si acaso.
“Ella era una muchacha muy linda y tierna… tenía unos brazos muy suaves. Cuando estábamos jóvenes  fuimos de vacaciones a Las Vegas. Terminamos bien borrachos, e hicimos un montón de tonterías, como casarnos, aunque solo fuéramos amigos de la universidad. Pero a final de cuentas nos quedamos juntos. Compramos una casa, terminamos la carrera, me iba bien en el trabajo y éramos felices. Pero, de repente, empecé a sentirme mal y siempre cansado. Fui con varios doctores, pero ninguno me encontró nada. Me parecía muy raro. Entonces un día me di cuenta de que mi esposa metió algo en mi té de la tarde, y no tenía un buen presentimiento.
“Ese día tiré el té sin que ella se diera cuenta, y me sentí un poco mejor esa noche, menos cansado; así que me hice el dormido, esperando que ella se durmiera, para ver qué cosa guardaba en la cocina y le echaba a mi té. Pero me interrumpió los planes.
Jacobo, Jacobo, ¿estás despierto? ¡Jacobito, amor!—. No contesté, y la sentí alejarse. Rápidamente, abrí un ojo, para verla volar por la ventana. ¡Sí, no me mire así! ¡Volando, le digo! Me levanté y corrí en piyama al carro.
“La seguí hasta un cementerio, donde se arrancó toda la ropa, como si fuera de papel, y se unió a un grupo de hombres y mujeres desnudos. La saludaron con sonrisas antes de acomodarse hombre, mujer, hombre, en un círculo alrededor de una gran fogata. Acto seguido, empezaron a bailar como locos al ritmo de cantos a la luna llena, en un idioma que nunca en mi vida había escuchado. Quemaban varias cosas, sobre todo plantas, y los que no bailaban se besaban, se acariciaban. ¡Ahí estaba mi esposa, haciendo el amor con otros tres hombres! Y los ojos de todos… sus ojos… eran rojos. ¿Entiende lo que digo? ¡Me casé con una bruja, una sierva de Satanás! Me tallé la cara, no queriendo ver lo que era tan obvio. Entonces oí:
¡Qué curioso que me hayas seguido hasta aquí, corazón!—. Volteé la cabeza mecánicamente, muerto de miedo. Ahí estaba mi esposa, en el asiento del pasajero, sucia, despeinada, sudorosa, su respiración rápida, con una sonrisa enorme. Tomó mi cara con sus manos finas y susurró: No era la intención que vinieras, pero ya que estas aquí, puedes unirte a la fiesta…—. Se acercó para besarme. Me tenía casi hipnotizado, pero sacó su lengua, verde y larga como la de un reptil. Esa no era mi mujer. ¡En mi pánico rompí la ventana del carro, agarré el pedazo de vidrio más grande y se lo clavé en el pecho a la bruja, que cayó muerta sobre mí! Respiré profundamente, aliviado.
“Entonces se levantó y sonrió aún más ampliamente, sin dejar de mirarme con esos horribles ojos rojos que todavía veo en mis pesadillas. Grité de puro terror. Luego se retorció como una poseída y le empezó a salir una cosa cubierta de baba gruesa y verde de la boca; fue una mano, luego otra que, ¡crack!, rompieron la mandíbula de mi pobre esposa y luego toda su cara, cuello y torso, para dejar salir a una mujer rubia de ojos amarillos, con grandes colmillos, mientras yo observaba paralizado. Me plantó con fuerza un beso baboso que casi hizo que vomitara y se me saliera el corazón, de la repulsión y el horror que me causaba. Rompió la ventana de su lado y salió inhumanamente rápido, moviéndose como lagartija.
“Salí del carro, sin pensar en nada más que matar a esa cosa, pero ya no estaba. Ni el aquelarre, ni la fogata, ni nada. Regresé al carro enfurecido y ya no estaba el desastre sangriento de hacía unos segundos; solo estaba ahí mi esposa, completamente vestida, bella, y me gustaría decir normal y bien; pero en vez de eso tenía varios moretones, que iban del morado oscuro al negro, y un vidrio clavado en el pecho…”.
El borracho empezó a llorar como niño sobre la barra y traté de consolarlo, pero se quedó dormido. Estaba sumamente perturbada por la historia que acababa de escuchar. Me levanté, salí a la calle, y lo primero que oí, entre sirenas de policía aturdiendo y luego haciendo eco, fue al periodiquero tratando de vender las últimas ediciones: “¡Extra! ¡Asesino suelto en la ciudad!”.
Me recorrió un escalofrío y me apresuré a llamar un taxi.


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