El dulce, fresco y algo
ardiente sabor de un Merlot con sus efectos acompañantes. Mmmh. Venía a este
bar de vez en cuando, casi siempre después de un mal día, porque necesitaba un
cambio de ambiente, un lugar donde me fuera más difícil pensar estupideces
nacidas de tristezas, frustraciones o cansancio; donde tuviera algo que
escuchar, aparte del silencio que reinaba en la casa en la que vivía sola. Hoy
era uno de esos días. Me levanté tarde y llegué a la oficina del mismo modo.
Curiosamente, mi jefe estaba de un humor particularmente… hay que ser franca,
como de perro rabioso, y como tal decidió ladrarme órdenes y reproches todo el
día. Tomé otro sorbo de mi vino. ¡Qué hombre tan idiota! Lo que aguanta una por
dinero.
Puse la copa de vidrio cortado
sobre la barra de madera. Miré el resto del bar sin una razón. Es un lugar
agradable, en la zona fina de la ciudad: bellamente decorado al estilo clásico,
donde la gente platica plácidamente y la bebida es carísima. Antes de llegar
aquí azoté varias puertas, me di un baño caliente con música estridente a todo
volumen, y cuando me calmé, me arreglé como si fuera a tomar té con la reina.
Había algo en el reflejo del espejo cuando terminaba todo esto, que me
recordaba que tenía otra vida aparte del trabajo, que era un ser humano hermoso
y no otra esclava empresarial más. Es por eso que estar ahí era como un ritual
para despejar los malos sentimientos.
Mientras pensaba todo esto —e involuntariamente había posado la vista sobre unas flores talladas
sobre los estantes llenos de botellas y botellas de todos los licores
imaginables—, se me acercó de repente un hombre desarreglado, evidentemente
borracho. Sus ojos verdes brillaban con la felicidad momentánea de la semiinconsciencia
que una cantidad copiosa de bebida puede dar. Su olor era un insulto, quemaba
mi nariz.
“¿Cómo estás, preciosa?”,
inquirió. Era repugnante, la cereza del pastel justo cuando empezaba a
recuperar el buen humor. Me levanté, pero me agarró la muñeca.
“Tengo una pistola en la
bolsa, así que suéltame antes de que hagamos una escenita”, le susurré rápida y
amenazadoramente.
“Tranquila”, dijo, todavía
con su voz embriagada; “es solo que mi esposa tenía unos ojos cafés como los
tuyos, pero más bonitos”. Y soltó una carcajada. No era peligroso, simplemente
estaba muy tomado. “Por favor siéntate, y te cuento una historia, ¿sí? ¡Déjame
contarte! ¡Necesito que alguien me escuche!”. Hice caso, por pura curiosidad
(supongo que el alcohol no solo le había hecho efecto a uno), y me senté; pero
tuve las manos sobre mi bolsa cerca, por si acaso.
“Ella era una muchacha muy
linda y tierna… tenía unos brazos muy suaves. Cuando estábamos jóvenes fuimos de vacaciones a Las Vegas. Terminamos
bien borrachos, e hicimos un montón de tonterías, como casarnos, aunque solo fuéramos
amigos de la universidad. Pero a final de cuentas nos quedamos juntos.
Compramos una casa, terminamos la carrera, me iba bien en el trabajo y éramos
felices. Pero, de repente, empecé a sentirme mal y siempre cansado. Fui con
varios doctores, pero ninguno me encontró nada. Me parecía muy raro. Entonces
un día me di cuenta de que mi esposa metió algo en mi té de la tarde, y no
tenía un buen presentimiento.
“Ese día tiré el té sin que
ella se diera cuenta, y me sentí un poco mejor esa noche, menos cansado; así
que me hice el dormido, esperando que ella
se durmiera, para ver qué cosa guardaba en la cocina y le echaba a mi té. Pero
me interrumpió los planes.
“—Jacobo, Jacobo, ¿estás despierto? ¡Jacobito, amor!—. No contesté, y la sentí alejarse. Rápidamente, abrí un ojo, para verla
volar por la ventana. ¡Sí, no me mire así! ¡Volando, le digo! Me levanté y
corrí en piyama al carro.
“La seguí hasta un
cementerio, donde se arrancó toda la ropa, como si fuera de papel, y se unió a
un grupo de hombres y mujeres desnudos. La saludaron con sonrisas antes de
acomodarse hombre, mujer, hombre, en un círculo alrededor de una gran fogata.
Acto seguido, empezaron a bailar como locos al ritmo de cantos a la luna llena,
en un idioma que nunca en mi vida había escuchado. Quemaban varias cosas, sobre
todo plantas, y los que no bailaban se besaban, se acariciaban. ¡Ahí estaba mi
esposa, haciendo el amor con otros tres hombres! Y los ojos de todos… sus ojos…
eran rojos. ¿Entiende lo que digo? ¡Me casé con una bruja, una sierva de
Satanás! Me tallé la cara, no queriendo ver lo que era tan obvio. Entonces oí:
“—¡Qué curioso que me hayas seguido hasta aquí, corazón!—. Volteé la cabeza mecánicamente, muerto de miedo. Ahí estaba mi esposa,
en el asiento del pasajero, sucia, despeinada, sudorosa, su respiración rápida,
con una sonrisa enorme. Tomó mi cara con sus manos finas y susurró: —No era la intención que vinieras, pero ya que estas aquí, puedes unirte
a la fiesta…—. Se acercó para besarme. Me tenía casi hipnotizado, pero sacó su lengua,
verde y larga como la de un reptil. Esa no era mi mujer. ¡En mi pánico rompí la
ventana del carro, agarré el pedazo de vidrio más grande y se lo clavé en el
pecho a la bruja, que cayó muerta sobre mí! Respiré profundamente, aliviado.
“Entonces se levantó y
sonrió aún más ampliamente, sin dejar de mirarme con esos horribles ojos rojos
que todavía veo en mis pesadillas. Grité de puro terror. Luego se retorció como
una poseída y le empezó a salir una cosa cubierta de baba gruesa y verde de la
boca; fue una mano, luego otra que, ¡crack!, rompieron la mandíbula de mi pobre
esposa y luego toda su cara, cuello y torso, para dejar salir a una mujer rubia
de ojos amarillos, con grandes colmillos, mientras yo observaba paralizado. Me
plantó con fuerza un beso baboso que casi hizo que vomitara y se me saliera el
corazón, de la repulsión y el horror que me causaba. Rompió la ventana de su
lado y salió inhumanamente rápido, moviéndose como lagartija.
“Salí del carro, sin pensar
en nada más que matar a esa cosa, pero ya no estaba. Ni el aquelarre, ni la
fogata, ni nada. Regresé al carro enfurecido y ya no estaba el desastre
sangriento de hacía unos segundos; solo estaba ahí mi esposa, completamente
vestida, bella, y me gustaría decir normal y bien; pero en vez de eso tenía
varios moretones, que iban del morado oscuro al negro, y un vidrio clavado en
el pecho…”.
El borracho empezó a llorar
como niño sobre la barra y traté de consolarlo, pero se quedó dormido. Estaba
sumamente perturbada por la historia que acababa de escuchar. Me levanté, salí
a la calle, y lo primero que oí, entre sirenas de policía aturdiendo y luego
haciendo eco, fue al periodiquero tratando de vender las últimas ediciones: “¡Extra!
¡Asesino suelto en la ciudad!”.
Me recorrió un escalofrío y
me apresuré a llamar un taxi.
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