A
la mitad de mi descanso comenzó a sonar ese estruendoso y viejo timbre. De mala
gana me levanté y me cambié. La dirección era el quinto piso del número 47 del
Paseo de la Castellana. Un apartado departamento en el cual, al parecer, había
niños pequeños atrapados.
No
estábamos muy lejos de ahí y en eso de cinco minutos llegamos al lugar.
En
mi mente había un caos: no podía dejar de pensar en Karla. Nos habíamos peleado
por la mañana y temía que siguiera enojada conmigo. Fue por una tontería. Mi
culpa, claro, como siempre; y, como siempre, en realidad me afectaba saber que
estaba enojada y que fuese cortante y fría hacia mí. Ella era lo mejor de mi
vida. Pensaba pedir su mano en esos meses. Yo solo quería verla feliz, por lo
que había decidido que, ya que ésa solo sería una jornada más de la rutina, al
salir del trabajo le compraría flores y uno de esos capuchinos que tanto le
gustan, para poder hablar con ella.
Pero
yo no sabía que jamás volvería a ser el mismo después de esa noche.
Las
llamas eran enormes. Salían por la ventana del apartamento en un océano de
fuego, con una increíble intensidad. Los vecinos, espantados, temiendo por sus
hogares y la vida de los niños, nos gritaban que los salváramos; que salváramos
el edificio y a los pobres pequeños, que apagáramos ese mar candente que rápido
se apoderaba del inmueble.
Inmediatamente
entré, junto con Carlos y Enrique. El recibidor del edificio tenía un estilo de
la postguerra; algo pequeño, pero muy acogedor. Iba a ser una lástima que todo
se perdiera por el fuego. Subimos por unas enormes escaleras con alfombras
rojas, y a cada paso que dábamos el olor a humo se hacía cada vez más intenso.
Al
entrar al departamento mis ojos tardaron en acostumbrarse a la increíble
cantidad de luz y calor que había en la sala. Las llamas alcanzaban el techo.
La temperatura era insoportable. Cuando pude adaptar mis ojos lo que vi fue una
escena que jamás olvidaré.
Había
una gran cantidad de pedazos de vidrio tirados en el piso, además de velas a
medio derretir; al parecer, todos los focos de la casa estaban rotos y sus
partes regadas por doquier. Luego, lo peor: un pequeño niño de unos siete años
yacía inconsciente boca abajo en el suelo. Le dije a Carlos que se lo llevara,
pero cuando se agachó a tomarlo otro cuerpo se hizo visible junto al primero:
otro niño algo más grande, también inconsciente, con sus ropas en llamas y la
mitad del rostro quemado; lo más seguro era que estuviera muerto.
Al
terminar teníamos aproximadamente treinta cuerpos de niños, ninguno con vida y
casi todos irreconocibles por las quemaduras. Era lo más horrible que jamás
había visto. El fuego se había extendido rápidamente a todo el edificio y éste
se hallaba a punto de colapsar. Cuando estaba dando la última revisión al
apartamento, en una de las habitaciones algo llamó mi atención. Parecía ser un
pequeño bote de pesca, volcado y rodeado de enormes llamas. Algo me decía que
debía ver qué había bajo él. Fue como un impulso involuntario, en realidad me
alegro de haberlo hecho.
Encontré
a dos niños más, entre botellas vacías de brandi y compartiéndose un tanque de
oxígeno. El más pequeño se aferraba a un sextante y parecía a punto de
desmayarse. Como pude tomé a ambos en mis brazos y los cargué entre las llamas
de cuatro pisos hasta el recibidor, donde estaban apilados uno sobre otro los
cuerpos que habíamos levantado del apartamento.
Mientras
Carlos sacaba los cadáveres yo llevé a ambos niños a la ambulancia y le grité a
Enrique que fuese a revisar por última vez el lugar. Creí que quizá podría
haber más víctimas en los otros cuartos. Después de unos minutos y con mi
compañero aún adentro, el edificio explotó y el techo liberó las llamas al
cielo, despidiendo una luz que todo Madrid pudo ver. Traté de entrar
rápidamente para rescatar a Enrique, pero Carlos me detuvo; me dijo que ya era
demasiado tarde.
Uno
de los encabezados de la mañana siguiente decía: “37 niños y un bombero muertos
en incendio”. En la cuarta página del periódico, un corto, amarillista y frío
reportaje daba la noticia. Era algo que se olvidaría al día siguiente, solo una
nota más. Desde esa noche sufriría horribles pesadillas, hasta hoy. Esa noche
me costó perder el amor por mi empleo, al cual renuncié. Me costó perder el
amor de Karla, la mujer de mi vida, y perder también a mi mejor amigo, Enrique.
Aún
puedo oler el humo y la carne quemada, como si todo hubiese ocurrido anoche.
Nunca
supe qué les pasó a los niños que dejé en la ambulancia. Espero que ambos hayan
sobrevivido. No estaban muy dañados por el fuego y no se ahogaron con el mar de
humo que había en el apartamento, gracias al tanque de oxígeno. Si
sobrevivieron, no logro imaginar cómo habrán sido sus vidas tras esa noche.
Ya
pasaron catorce años desde el incendio en el quinto piso del número 47 del Paseo
de la Castellana, y siento que jamás lo podré olvidar.
Texto escrito a partir del cuento “La luz es como el agua”, del escritor colombiano Gabriel García Márquez.
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