domingo, 19 de febrero de 2017

Adolfo y una experiencia extraordinaria



Adolfo y sus compañeros estaban jugando al futbol en el patio de la escuela, él solo enfrente de la portería y… se cayó, se raspó en la tierra, se raspó toda la rodilla y el codo. En vez de ayudarlo, sus compañeros le empezaron a decir de cosas, burlándose.
Adolfo se sintió muy triste, porque ahí estaba la chica que le gustaba, y se fue todo apenado. Llegó a la casa donde vivía con sus abuelos, una vivienda humilde, de un piso y dos habitaciones. Lo vieron tan triste, que su abuelo, don Damián, le preguntó qué le pasaba. Adolfo no le contestó, se quedó con la mirada baja.
El niño se fue a su cuarto y minutos después su abuela Eva le preguntó qué le sucedía. Adolfo le gritó: “¡Qué te importa!”. Salió de su casa, y sin siquiera viendo a qué dirección, se fue lejos.
Ya que se percató de su error de fugarse, no sabía dónde estaba. Miraba a su alrededor y solo miraba sierras, montañas y un río. Llevaba un día fuera, en pleno calor y con hambre y sed. Cuando ya no podía más, cayó desmayado.
Al despertar, miró a un viejo pintado de blanco. Adolfo le dijo: “¿Es usted Emiliano Zapata?”. El hombre le pegó un puñetazo. El niño, ya reaccionando adecuadamente, se iba a rascar el pelo cuando se dio cuenta de que estaba amarrado a un palo de madera clavado en el suelo, en el desierto.
Unos hombres se aproximaron al niño y le pusieron un tazón de agua en la boca, para que bebiera. Después de esto lo soltaron y Adolfo les gritó: “¡A ver, éntrenle! ¡Tal vez tenga doce años, pero tenía cuatro años cuando inició la revolución!”. Los hombres se le quedaron mirando, y uno le acercó comida.
Adolfo se tranquilizó y se puso a comer. Después, cuando empezó a oscurecer, los hombres le indicaron dónde iba a pasar la noche: era un domo hecho con ramos de mezquite, álamo y yuca. Adolfo, sin ninguna otra opción, tuvo que entrar con ellos y dormir en el domo.
A la mañana siguiente, las personas lo despertaron muy temprano y lo llevaron a un lugar desolado, a pocos kilómetros de donde vivían. Le hablaban, pero lo único que él entendió fue “Wa kunyur”.
Después subieron a un cerro. El niño gritaba desesperadamente: “¡Ya déjenme ir!”, pero las personas le entregaron pintura negra y le indicaron que se cubriera con ella todo el cuerpo. Adolfo exclamó: “¡No voy a pintarme!”. Entonces ellos le empezaron a gritar sobre un “Komet” y un “Sipa”.
El niño se pintó totalmente de negro. Al día siguiente, aún en el cerro, le pintaron una línea blanca. Él, confundido, no sabía qué hacer, pero escapar no era una opción, ya que ignoraba dónde se encontraba y probablemente lo atraparían mientras intentara escapar.
Continuaron arriba del cerro por una semana. Cada día le iban pintando una línea blanca en el cuerpo. Cuando Adolfo comenzó a pensar que así iba a ser el resto de su vida, bajaron a un río. El niño imaginó lo peor: que lo ahogarían o que lo dejarían ahí sin comida. Pero lo que sucedió fue que le quitaron la pintura con el agua.
Después de esto, Adolfo se sentía libre de culpa, se sentía purificado de todo mal; olvidó todo lo malo de su vida, olvidó las burlas y su tristeza. Empezó a confiar en esas personas, al igual que ellos en él.
Lo llevaron a sus viajes de exploración, le enseñaron a cultivar y cosechar las siembras de maíz, calabaza y frijol; a cazar con los arcos, las flechas, los palos y el mazo; le mostraron cómo adorar al Sol, al mar y al escarabajo.
En un viaje de cacería, a Adolfo le empezaron a molestar los raspones que se había dado, así que regresando del viaje le pusieron unas plantas en las heridas. Después de esto se sintió mucho mejor.
El niño aprendió a convivir con esas personas, aprendió a cosechar y cultivar su comida, a cazar, y a reconocer los terrenos del lugar. Un día ellos le entregaron un morral con comida, agua y un mazo. Le indicaron que podía retirarse para regresar a su casa.
Adolfo tomó un camino de regreso. Como ya conocía el terreno, sabía dónde empezar su recorrido. Pero ignoraba qué dirección seguir. Así que lo que hizo fue confiar en sus instintos, y siguió la dirección que éstos le marcaban.
El niño estaba dudando de si había tomado la decisión correcta. Ya se le estaba acabando la comida. Empezó a beber agua de los cactus. Se sentía a punto de rendirse, pero recordó a sus abuelos y continuó adelante.
Cuando parecía ver rastros de un pueblo, se le aparecieron una manada de coyotes: eran cinco animales hambrientos, que lo veían fijamente. Adolfo sacó su mazo, y le brincaron encima. Él alcanzó a pegarle a uno, pero no le quiso dar con la fuerza necesaria para matarlo; solo le asestó la suficiente para dejarlo inconsciente. Cuando lo atacaron los demás, pudo pegarle a otro, pero ya no le alcanzaba para el resto.
Estaba cerca su fin. De repente surgieron cuatro flechas disparadas directamente contra los coyotes. Pero desafortunadamente una de ellas no dio en el blanco. Cuando el coyote estaba cerca para atacar a Adolfo, un balón de futbol le dio en la cara al animal, y esto lo movió, de modo que el niño alcanzó a pegarle un golpe mortal. 
Al final, Adolfo llegó a su casa. Lo primero y único que hizo fue abrazar a sus abuelos. En ese abrazo sobraban las palabras, pero él les dijo: “¡Los quiero mucho!”.

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