jueves, 29 de junio de 2017

Alienación



¡Los odio, los odio! ¡Quiero que se mueran esos malditos impostores! ¿Por qué demonios nadie me cree? No estoy loca, no es mi imaginación. Todo es su culpa. Él está por ahí, acechándome… planeando llevarme. Siento mis mejillas arder al tiempo que mis manos se estrellan incontrolablemente sobre mi cara. Un líquido ardiente me recorre el rostro, con lo que aumenta mi deseo de que todos desaparezcan. ¡Grito que todos se alejen y me dejen de una vez en paz! Justo ahora que me encuentro sola y sin el apoyo de nadie… Ese hombre, ese hombre, ahí está; me está mirando.
¡Deja de mirarme!
¡Deja de mirarme!
¡Deja de mirarme!
Escucho un ronronear y veo cómo un cacharro se aleja con un destello azul. Es él. No, no era mi acosador. Al menos me miraba… ya nadie está junto a mí. Todos me creen una lunática. Me hundo en mis sentimientos de soledad y tristeza… esa ansiedad y desesperación que no se va. Vuelvo a estar sola, pero siempre acompañada.
Sé a dónde me dirijo, es hora de acabar con esto. La cita con el destino en El Barranco es lo único que me mantiene en pie.
Me están mirando, me están juzgando.
¡DEJEN DE MIRARME!

—Nuestra ciudad se caracteriza por tener el barranco más profundo del estado en plena zona urbana. El Barranco… —dice mi maestra justo cuando está sonando el timbre de salida, poniendo fin a mi tortura. ¡Pobre profesora! Nadie sabe que todos nos reímos a sus espaldas.
Al salir me encuentro con un bello y caluroso día. Miguel y yo cruzamos miradas desde lados opuestos del patio. Corremos y nos unimos en un beso con demasiada pasión para un día escolar. Pero es que simplemente somos maravillosos. Somos la clásica pareja inesperadamente perfecta y popular de la escuela; él, extraordinariamente guapo, carismático y talentoso, perdidamente enamorado de mí, Calipso, la estudiante más inteligente de la clase y con todas las cualidades para ser una gran mujer de éxito —aparte, claro, de ser buena en deportes y tener una sonrisa de impacto—. Las miradas de envidia de los demás alimentan mi ego.
También cuento con un cerrado e íntimo grupo de amigas. Pero mi prácticamente hermana es Rebeca. Ella siempre me dice mis verdades cuando más las necesito y tiene mi espalda en cada momento que la necesito. Es la mejor amiga que alguien podría pedir.
Mi madre me recoge y juntas vamos a casa. Ella sabe que soy feliz y cómo soy. Jamás me dejaría sola. Pasamos por El Barranco, como todos los días. En realidad es una vista impactante: volteando al horizonte, después de la abrupta bajada se ve el extenso bosque atravesado por un ancho y azul río; en el atardecer, mientras el cauce se pinta rojo sangre, el bosque parece emanar vida, haciendo un enorme y bello contraste.
Llegamos a casa y nos sentamos a comer mis padres y yo. Entreno, hago tarea y duermo. El final de un día perfecto.

Despierto con una extraña sensación en la nuca. No puedo identificarlo, pero me causa escalofríos y me pone los nervios de punta. Conforme avanzo en mis preparativos matinales me siento más y más ansiosa.
En el trayecto a la escuela al fin lo identifico. Alguien me está observando. En un arranque de histeria comienzo a voltear a los lados para encontrarme con unos ojos indiscretos; sin embargo, es difícil darme cuenta, solo veo coches. Le explico a mi madre que después de ese numerito tenía una expresión preocupada y ella lo desecha inmediatamente, sin siquiera considerar que el hecho de que alguien me esté acosando es posible. Tal vez tenga razón.

Es la hora de salir. A pesar de las distracciones de la escuela la sensación no hace más que aumentar. De hecho, ya no es un sentimiento. Es una realidad. Alguien me está vigilando. Y me quiere hacer daño.
Comienzo a sospechar de cada desconocido que me mire por más de dos segundos; “¡deja de mirarme!” es un pensamiento recurrente. En el trayecto a la escuela un coche azul llama mi atención… ¿será mi acosador? No, se desvía a la mitad del camino. Creo que la paranoia se está adueñando de mis pensamientos. No. Esto es una realidad.

La veo bajarse del auto al llegar a su hogar. Su hermosa, larga y luminosa cabellera color caramelo ondea con la suave brisa sobre su espalda. Su esbelto y trabajado cuerpo despierta un deseo antes desconocido para mí. Sus ojos verdosos acentúan la mirada determinada que siempre la acompaña. Calipso, mi amor, cada día me encantas más... La adoro. Casi no puedo esperar a escuchar su bella voz gritar mi nombre. El momento se acerca.

—Mi vida está en peligro, ¿no lo entienden? Hay alguien asechándome con propósitos malignos.
Estamos mis padres y yo sentados en la antigua mesa familiar de la casa, larga y de caoba. Parece el escenario perfecto para que decidan ignorar la proximidad de mi muerte segura gracias a su falta de acciones.
Han pasado dos meses desde que me sigue. Mis padres y amigos están necios, a pensar que la presión y el estrés me están jugando bromas pesadas. Miguel y yo hemos cortado por lo mismo. ¿A quién le importa? Era un idiota de todos modos.
—Hija, has presentado conductas impropias de ti. Ya no sales con nadie, ni siquiera con Rebeca —dice mi madre.
—¡No menciones ni su nombre! Es una perra mentirosa.
—Has roto con el bueno de Miguel.
—¡Cerdo…!
—No vas a los entrenamientos, no escuchas música y ya no dibujas… Hija, estamos preocupados.
—¡Ya basta! ¿¡Qué no lo entienden?! ¡Alguien me quiere asesinar, lleva un mes queriendo hacerlo y ustedes lo único que hacen es reprenderme! ¡Qué demonios! —Estoy de pie y gritando con todas mis fuerzas. Mis padres ni se inmutan. Este tipo de escenas han sido muy frecuentes últimamente. Lo que me tumba del caballo es lo siguiente:
—Hemos decidido enviarte a un instituto psiquiátrico.
—¡¿Qué?! ¿Cómo se atreven? ¡Son unos ineptos! ¡Me deberían proteger y amar, no enviarme lejos con una bola de chiflados! ¡Los odio! —Ellos ni se inmutan.
—Hija, te estamos protegiendo de ti misma y del daño que te puedas hacer. En el instituto hay gente que te puede ayudar a curar tu enfermedad y a sentirte más segura y feliz.
Me quedo seria. ¡Estos tontos no son mis padres! Seguramente son cómplices de él. Mis verdaderos padres probablemente ya están muertos hace tiempo. ¿Cómo no me di cuenta antes? Tengo que escapar; ellos no deben sospechar. Me tranquilizo.
—Está bien. Lo entiendo. Perdón por todas esas cosas horribles que les grité, era mi enfermedad hablando.
—Qué bueno que al fin lo entiendes, hijita. Te amamos. —Mi supuesta madre está ahogándose en lágrimas.
—Y yo a ustedes —¡impostores sucios!—, padres. Buenas noches.

La veo levantarse. Son las tres de la mañana. Seguro piensa escaparse. Creo que al fin ha llegado el día que he estado esperando pacientemente.
Ha cambiado. Su belleza ahora es tan magnifica como una obra maestra pisoteada. Su cabello, ahora corto, llega hasta sus moreteados y frágiles hombros (los cuales son lo más sano de todo su cuerpo), y la mirada lunática acentuada con ese incesante tic que le ha salido en el ojo izquierdo le da un aire, pues… de chiflada, la verdad. Adoro cuando ya están locas. ¡Calipso, mi adorada, te he pisoteado duro! Al fin nos veremos cara a cara, mi amor. Nos vemos en El Barranco.

Después de la escabrosa bajada de la ventana de mi cuarto al suelo y llegar a la esquina de mi calle, me doy cuenta de que no sé qué hacer. Estoy llena de odio y resentimiento hacia mis padres y amigos, pero más que nada hacia él. La histeria toma el control de mi cerebro y giro la cabeza buscándolo. Siento que mi rostro húmedo arde, mis manos tienen voluntad propia y comienzan a hacerme daño, mi estómago quema por esa sensación de querer destruirlos a todos. ¡Los odio, los detesto tanto a todos! Grito y pataleo. Ese hombre me está mirando. ¡Deja de mirarme! El coche azul pasa y después de un rato me atraviesa el rayo de la verdad.
Siento la imperiosa necesidad de ir al Barranco. Sé que tengo que ir.

Observo su llegada. Se ve más hermosa que nunca. Tiene ojos de leona, decididos. Su cabello al viento, la impactante vista del Barranco al fondo y la luna como reflector, hacen de este uno de los mejores momentos de mi vida. El momento ha llegado.

Lo veo y sé que es él. Mis piernas comienzan a temblar. Recargado en su característico coche azul, el bastardo tiene el descaro de sonreír. Recuerdo que me quiere hacer daño y que todo es su culpa.
Es alto, tiene tez morena y una mirada fanática. Sus ojos son negros y dilatan su deseo. La expresión amable y miradas discretas han desaparecido. Es un depredador, definitivamente.
No sé su nombre pero sé quién es. Lo he visto muchas veces antes. Cuando me encontraba sola y sin consuelo, esa cara era la que siempre estaba ahí, en el semáforo o unas bancas más allá. Nunca he estado sola.
—Eres tú.
—Así es.
No más diálogo. Corro como alma que lleva el diablo.

Comienza a correr.
—¿Quieres jugar? ¡Pues a darle! ¡Te encontraré de todos modos, mi diosa, y serás mía al fin!
Que comience la cacería.

Voy corriendo ya con una dirección determinada: la policía. Ya no puede ser que no me crean si mi secuestrador me está siguiendo, ¿cierto? Para llegar tengo que pasar justo al lado del Barranco. Perfecto, muy conveniente. La verdad es que he recorrido este camino millones de veces, pero desearía no tener que hacerlo con un psicópata a mis pies.
Justo cuando estoy pasando por el punto más angosto escucho un ruido que me desconcierta. Resbalo y… ¡Dios mío, voy a caer por El Barranco! ¡Mis instintos salen a la luz y lucho por asirme a algo, por vivir! Logro aferrarme al borde con mis lastimadas manos, que gracias a la adrenalina han sacado lo mejor de sí.
¡Estoy viva! Una risa histérica sale de mi boca.
Y entonces lo escucho.
—Calipso, mi niña, ¿dónde estás? No puedes esconderte para siempre.
Comienzo a sentir cómo mis manos cobran voluntad y mi cara vuelve a arder.

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