martes, 2 de enero de 2018

Cielo de perros



Raquel Alejandra Navarro Núñez

Al ver esa luz blanca y brillante, me encontré en las nubes más puras y limpias, tan alto en el cielo que apenas se veía a la gente caminar.

No podía dejar de flotar arriba y arriba, hasta que me encontré en una entrada con un gran portón de color tan brillante como el oro, que se había abierto ante mis ojos. Estos se me llenaron de alegría al verla de nuevo ahí parada, esperándome: ¡mi bolita de nieve peluda, Peggy!

Era el año 2008 cuando por primera vez la vi, pequeña en una bolsa rosada de Hello Kitty: una perrita tan blanca como la nieve y tan diminuta y delicada como una flor. Hasta ahora la recuerdo como mi amorosa mascota Peggy; la primera, la que estuvo siempre a mi lado. Me hacía compañía cuando me sentía sola y me fue fiel hasta el final de sus días.

Siempre pensé, a través de los años, que Peggy, mi French Poodle, era como una personita, una integrante de nuestra familia, ya que en todo momento nos miraba de una manera muy especial y única. Sentía, por alguna razón, que yo podía platicar con ella como si fuera una persona.

Cuando estaba cachorra se comportaba de una manera muy traviesa y juguetona. Yo sabía que no me podía contestar cuando le preguntaba, pero aun así nunca lo dejé de hacer, y, a pesar de que ella no me respondiera, con solo una mirada bastaba para saber que a veces sí me entendía.

Peggy, vente a acostar conmigo”, le decía, y ella brincaba tan alto del piso a la cama que parecían resortes sus patas.

Otras veces, en los momentos en que no sabía qué hacer, me divertía con ella con aquel juguete que amaba con todo su corazón: un hueso afelpado de color rosa. Nadie se lo podía quitar y jamás lo soltaba, siempre lo traía en la boca.

Estar con a su lado fueron los mejores años de mi vida: por tener su compañía y traer alegría a mi familia y a mí.

A pesar de no ser siempre yo la mejor dueña o la más cariñosa, la amaba con todo mi corazón y sabía que ella lo podía sentir. Peggy hizo de mi infancia la más hermosa que un niño puede tener, era la vida de nuestra casa.

Recuerdo esos días cuando me sentía triste o me enfermaba. Siempre estuvo ahí conmigo y me hacía querer estar bien; el amor que de ella brotaba era un calor acogedor e intenso.

Peggy cada día disfrutó de la compañía de sus seres queridos; adoraba que siempre la estuvieran consintiendo a todas horas.

“Tú cómo sufres, ¿verdad?,” le reclamaba entre risas. Ella solo volteaba con esa mirada dulce, tierna e inocente que solía tener.

Años pasaron, y estábamos en el tiempo de la vida de una adolescente cuando no sabe qué va a dedicarse a estudiar. Era 2016, Peggy tenía ocho años de edad, pero para mí seguía siendo una cachorrita. Me encantaba llegar a casa y oír primero su collar y que me recibiera con su rabito moviéndose.

Llegó el mes de octubre, cuando Peggy ya no era la misma. Todavía conservaba su chispa, pero no era tan activa como antes y siempre estaba acostada dormida. Creíamos que no sucedía nada, ya que su manera de ser siempre había sido así. 

Cierto día, al estar viendo la tele con ella, comencé a notarle unas pequeñas manchas que parecían moretones. Creía que se había golpeado con un mueble al bajar de lo alto, pero aun así le dije a mi familia que teníamos que llevarla a la veterinaria.

Este problema de Peggy me daba mala espina; sin embargo, mantenía la esperanza de que no fuera nada grave. Además, era un poco difícil para nosotros llevarla al médico, ya que el dinero no alcanzaba lo suficiente; entonces posponíamos la cita.

Cuando nos fue posible llevamos a Peggy a la veterinaria. Al estar ahí le tomaron muestras de sangre y la examinaron, aclarando que lo que ella sentía no tendría buen pronóstico. Preocupada yo, hice lo necesario para que Peggy estuviera mejor, y por eso dejé que la doctora lea analizara. Pero los resultados llegarían una semana después.

Un día antes de nuestra cita con la doctora, observé a Peggy acostaba sobre unas almohadas, con una cara de cansancio y sufrimiento; pero, a pesar de ello, se veía muy calmada. 

Me acerqué y le dije: “Vas a estar bien, te lo aseguro”.

Sin embargo, por alguna razón, sentía que no la volvería a ver.

En la tarde del día siguiente regresé a mi casa después de clases. Mi tía me había prometido que llevaría a Peggy a la veterinaria, por mí, pues ya yo no podía faltar a la escuela. Al ver a mi tía toda triste y desilusionada, tuve un pensamiento doloroso en mi cabeza y corrí hacia donde estaba mi amada perrita.  

¡Nunca en la vida sentiría un vacío tan grande como ese, al perder una mascota! Lágrimas corrían por mi rostro al verla, ahí, con sus ojitos cerrados, sin respiración. Peggy había sufrido de una enfermedad canina parecida a la leucemia, pues mataba sus plaquetas dejándola indefensa. Cuando me dijeron esto me sentí impotente, por no poder hacer nada para revertir lo sucedido. Pero ya era imposible.

Sesenta años después todavía pienso en ella, y no pasa un día en que no pueda borrar su imagen de mi cabeza. Claro, tuve muchos perros, pero siempre Peggy ocupó un lugar especial en mi corazón: mi primera mascota. 

Al cerrar los ojos para dormir, mi último pensamiento fue una imagen de ella conmigo sentada en nuestro sofá verde, viendo la televisión. Quedé profundamente dormida y no volví a despertar. Solo había oscuridad.

Después, mi visión se clarificó y vi una luz blanca. ¡Ahí estaba!: mi amada Peggy, esperándome a mi llegada para darme compañía.

¡Lágrimas de alegría por mis mejillas! Fui junto a ella y poco a poco nos desvanecimos en lo más alto de las nubes.

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